El bar (2017)

 

el bar, alex de la iglesia, poster

9:00 horas. Un grupo de personas absolutamente heterogéneo desayuna en un bar en el centro de Madrid. Uno de ellos tiene prisa; al salir por la puerta recibe un disparo en la cabeza. Nadie se atreve a socorrerle. Están atrapados.

Con Álex de la Iglesia pasa un poco como con Shyamalan. Uno hizo El sexto sentido y éste dirigió La Comunidad y desde ahí parece que todo es cuesta abajo. Una cuesta desenfrenada, con un punto de locura y muy reconocible. Una pendiente de personajes que se repiten y de soluciones cada vez más obvias.

No es que no guste: es que tanta acumulación cansa y aburre con el tedio que otorga la presunción de lo que va a pasar. El bar es una película transparente: Homo Homini Lupus, el hombre es un lobo para el hombre y cuanto más bajemos al barro de la pirámide de Maslow más evidente se hace que hay cosas que no sirven para nada —para elevar el ego en una sociedad consumista, tal vez— y que lo básico es sobrevivir.

El bar es una película que se repite porque no deja de recordar a los diez negritos de Christie: un elenco de personajes encerrados en un espacio reducido cuyas vidas van terminando una a una —por accidente, por suicidio o por asesinato, poco importa— hasta que sobrevive uno solo que consigue, como único trofeo, un día más de vida. En el caso de Álex de la Iglesia esos personajes son los que se le dan tan bien: tunantes, ladrones, miserables y representantes de las castas más bajas —las de los currelas desde la cuna a la tumba sin salir nunca de la pobreza—. Pero, sobre todo, egoístas. Ahí se cuelan, por una de esas casualidades que no se termina de creer nadie, un hipster de los de bofetón —al parecer Mario Casas está, por fin, aprendiendo a vocalizar, para alegría de quienes por fin entendemos lo que dice—, para que no digamos que la película no es actual, y una pija enchufada a un móvil de la que nadie sabemos a qué podría dedicarse que fuera de utilidad.

Así que una vez repartido esos castizos papeles, ya solo queda meterse de lleno en el metraje. Álex de la Iglesia clava los tonos, el asco, la mediocridad. El bar es un personaje que, desde el silencio, destaca con brillantez. Pero saliendo de ahí, tengo la impresión de que el tema está muy fresco y no se ha medido con la suficiente distancia. Resuenan las voces de los presentadores de telediarios hablando de virus e infección, las mismas enfermedades que De la Iglesia trata con su habitual exceso, llevándolo a un pozo de incredulidad.

El objetivo está claro: demostrar que, en las circunstancias adecuadas, todos los seres humanos son horrendos, crueles y asesinos en potencia. Nada que no hubiéramos sospechado antes de ver la película. Con la salvedad de que, sin en la vida real el más hijo de puta suele ser el que se sale con la suya, en El bar es el alma más cándida la que, por medio de su gran y enorme corazón, consigue hacerse con la victoria. Impensable.

Por una vez en los últimos años, no cae el director en ese cambio de tema a un tercio del final, demostrando que todo era un enorme Mcguffin para ofrecernos el tema real. Pero tampoco sabe a dónde dirigir ese tercio que, esta vez sí, guarda relación directa con lo anterior.

No creo que El bar sea una terrible película, pero sí una historia previsible desde el primer minuto, demasiado influenciada por obras que, tratando de lo mismo, han sabido mantener con más acierto el suspense hasta el final.

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