Un monstruo viene a verme (2016)

En ocasiones, uno debería dejarse llevar por sus sospechas y por ese presentimiento que te dice que te has equivocado. A mí me pasó en el momento en que confirmé la compra de la entrada de la película de hoy. Tenía que haber escogido otra cosa, eso seguro.

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Tras la separación de sus padres, Connor (Lewis MacDougall), un chico de 12 años, tendrá que ocuparse de llevar las riendas de la casa, pues su madre (Felicity Jones) está enferma de cáncer. Así las cosas, el niño intentará superar sus miedos y fobias con la ayuda de un monstruo (Liam Neeson), pero sus fantasías tendrán que enfrentarse no sólo con la realidad, sino con su fría y calculadora abuela (Sigourney Weaver). Con este nuevo trabajo J.A. Bayona cierra su trilogía sobre las relaciones maternofiliales, que inició con «El orfanato» y continuó con «Lo imposible».

El cáncer es algo terrible. Aún hoy, cuando las esperanzas de supervivencia han mejorado y superan en mucho lo que eran hace cinco, diez, veinte o más años. Tener un familiar enfermo de cáncer es horrible y, lamentablemente, no conozco mucha gente que no tenga a algún pariente o amigo cercano o vecino aquejado de este mal. Cada cual lo supera como puede, se enfrenta a ello lo mejor que sabe.

Dicho esto, la puesta en escena de Un monstruo viene a verme me parece terrible. En todos los sentidos. Bayona se aprovecha de cualquier recurso lacrimógeno a su alcance para provocar la emoción, para que el espectador suelte una lágrima lo quiera o no. No me gusta. No me convence porque es una demostración de trucos y artificios innecesarios. El cáncer es terrible. Que tu madre muera a causa del cáncer es terrible. No veo necesario acrecentarlo, exagerarlo. Y se hace de todas las formas posibles:

Desde el uso de la lluvia en los momentos más dramáticos —porque todos sabemos que, cuando la vida nos va mal, llueve siempre. ¿O no?—, esas notas de piano aisladas, solitarias, forzadas para incrementar la sensación de dolor, de miedo o de soledad, esos planos tan cercanos siempre de ojos llorosos que no terminan de soltar la lágrima, que se contienen eternamente para alargar el momento… Todo es innecesario. Es, incluso, aburrido, predecible, porque me parece imposible que el espectador no deduzca cuál es el final de la película, cuál es la razón de la pesadilla del niño. Admito que yo desconecté varias veces a lo largo del metraje. ¿Acaso hay cabida para algo que pueda sorprender, que pueda llamar la atención del espectador?

Pues sí, por suerte. El único punto que me ha gustado, más por el tipo de animación, similar a las acuarelas, han sido las historias del monstruo —que es un Ent, no lo dejemos pasar—. Casi tres breves cuentos de hadas con un final no esperado —digo casi porque uno de ellos es breve, brevísimo, casi inexistente— con los que pretende acercar la mente del niño al desenlace de la película. Los créditos de inicio, también diseñados como si de acuarelas se tratara, son delicados y preciosos. A mí me va la animación tradicional.

Además, por si no es suficiente que el niño sufra con una madre en su lecho de muerte, por si eso no es una desgracia que conmueva, podemos añadir dos factores más, que se resuelven mal: el padre ausente que vuelve (para nada, todo hay que decirlo) y los abusos de los compañeros de clase. Porque parece muy necesario llevarlo todo al límite, hacer de este niño un Job desgraciado al que todos los males lo acechan.

En fin, un ejercicio vacío para provocar la lágrima. Lloras aunque no quieras. Supongo que a los estudiantes de cine les irá bien para saber qué técnicas pueden emplear cuando quieran tocar la vena sensible del espectador.

O a lo mejor es que soy insensible. Yo qué sé. Aunque lo dudo.

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