The grand Budapest Hotel (2014)

Decía yo hace unos días que Wes Anderson parecía que iba drogado de lo feliz que era. Pues rectifico: él es la droga y nosotros los que nos dejamos drogar.

Es empezar la película y sonrisita por aquí, rictus de felicidad por allá…No te carcajeas, no, como en ninguna de sus películas, pero la cara de niño de cinco años al que le están narrando el más y mejor cuento de la historia no te la quita nadie.

Y te ves subido en ese teleférico que escala las empinadas cimas rocosas con su aspecto acartonado y colores pastel a juego con las montañas, los edificios y hasta las personas, y todo es más bonito, más brillante y más alegre que antes de que vieras la película.

Te entran ganas de visitar el hotel, en su versión antigua suntuosa con remilgados pijos estirados gastando dinero a espuertas o en su versión moderna decadente, con tuberías que crujen, moquetas con su punto de moho en los extremos y baldosas desprendidas del mosaico de la pared. La pena es que no es posible, porque aunque guarda cierta similitud con un tal hotel Pupp en la República Checa, el de la película lo ha diseñado un señor muy entregado, un tal Adam Stockhausen.

A Ralph Fiennes no le entendí demasiado, debe ser que es británico y tiene un acento inglés horrible. O que yo tengo el oído más duro que el polvo de diamante. Supongo que lo normal sería decantarse por la segunda opción.

Los buenos son un poco ingenuos, los malos son tontos y tienen un cierto cariz vampírico, hay amor, aventura y acción y sobre todo hay magia. Mucha magia.

Porque el secreto de El gran hotel Budapest es que es un precioso cuento de hadas que quieres creerte aunque todo sea de color de rosa.

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Por cierto, quedaos a ver los créditos, porque sale un cosaco bailarín muy gracioso que mueve la cabeza al mismo ritmo al que la estás moviendo tú. Ese será el momento en que te des cuenta de que estás bailando.

 

 

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