The act of killing (2012)

Antes de entrar al lío: esta semana se han fallado los European Film Awards (ver los ganadores), y tres de las películas «rarunas» o fuera de los circuitos más comerciales que he visto en el año han resultado galardonadas: Amy (documental), Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (Mejor comedia) y La langosta (Mejor guión). Juro y perjuro que lo de la comedia no lo entiendo. Tendría que ver las otras dos para comparar, pero así, de botepronto, se me ocurre que los europeos no tenemos sentido del humor. Al menos los europeos que votan estos premios. Les pongo cara de señor muy, muy mayor y un poco rancio, un señor de esos a los que el mayordomo les plancha el periódico por las mañanas.

La cuestión es que, además de para instruirse, para ver cosas un poco fuera de lo normal y para descubrir alguna que otra joya de vez en cuando —nimiedades—, ver este tipo de películas sirve, por supuesto, para mirar por encima del hombro a todo el mundo cuando hablas de cine. ¡Cómo! ¿No viste Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia? ¡Pobre! ¡Pero si ganó los EFA2015! No, no. No me hables de Los vengadores. Eso es cine para descerebrados (nota 1: me falta el monóculo, pero os hacéis a la idea). (nota 2: creo que se entiende la ironía, pero, por si acaso: estoy siendo irónica. Disfrutad con lo que os venga en gana).

Hablando en serio. Ved Amy. Y La langosta. La otra, sólo si os sentís preparados.

The act of killing. 2012. Acabo de salir del cine. documental

Tras el golpe de estado militar de 1965, el general Suharto ocupó el poder en Indonesia. A continuación llegó el genocidio: miles de comunistas, reales o presuntos, fueron asesinados por los escuadrones de la muerte indonesios. Unas décadas después, se les pide a dos de los más sanguinarios mercenarios de la época -ellos se hacían llamar «gángsters»-, Anwar Congo y Herman Koto, que participen en una película en la que recreen los horribles crímenes -torturas, violaciones y asesinatos en masa- que tranquilamente confiesan haber cometido en el pasado.

 La sensación de conectar en el segundo uno y no poder separar los ojos de la pantalla hasta la última línea de los créditos finales —unos créditos, por cierto, muy llamativos por el nivel de censura que reflejan—. Esa sensación. Si queréis saber lo que supone estar impactado, sentir unas naúseas incontrolables provocadas por algo que debería dar hasta risa, tenéis que ver The act of Killing. Muy difícil de describir.

Anwar Congo, Adi Zulkadry y Herman Koto participaron en el asesinato de miles de personas. Tal vez millones. En el documental se habla de 2,5 millones. Cuando digo participaron, quiero decir que cogían a alguien en la calle, la llevaban a la oficina de un periodista, a unos baños públicos, al patio trasero de una tienda, le sometían a un interrogatorio absurdo con el objetivo de que confesara que era comunista —lo fuera o no— y lo mataban. Una persona tras otra tras otra. Eso cuando no arrasaban poblados y acababan con todos sus habitantes, y violaban a sus mujeres para después matarlas también. Y, ahora viene lo demoledor, lo cuentan como si nada. Como si estuvieran describiendo cómo se prepara una paella, como si miraran al cielo y dijeran: Anda, mira, una nube. Y como espectador te sientes desconcertado, no te entra en la cabeza que puedan hablar con esa facilidad, con esa pose de chulería de algo tan atroz.

El director Joshua Oppenheimer les acompaña —apenas interviene, algo de agradecer— en su día a día, mientras graban un proyecto en el que quieren mostrar cómo eran sus vidas y recrear sus asesinatos. Recreaciones ridículas, patéticas, malos maquillajes, bandas sonoras ridículas, coreografías con las impresionantes cascadas de Indonesia de fondo… pero no da risa. Da miedo.

¿Y la moral? ¿Y la ética? Adi Zulkadry lo deja claro: lo que hicimos no estuvo bien, pero da igual, la cuestión es encontrar una razón suficientemente buena para que tu mente esté tranquila, para que no sienta remordimientos. Yo la he encontrado. Éramos gánsters, que quiere decir «hombres libres». A mi la convención de Ginebra no  me importa. Los vencedores deciden qué es un crimen de guerra. Y nosotros ganamos. (la frase en cursiva es literal).

Herman Koto, por su parte, parece estar orgulloso. Tanto, que decide presentarse a diputado, a pesar de que, como comenta: Nadie cree en aquello por lo que hacen campaña. Nos hemos convertido en actores de culebrón. Lo triste no es ya que la gente le escuche a pesar de saber que es un asesino. Lo triste es que parecen estar dispuestos a votarle, siempre y cuando les lleve algún regalo o dinero.

Tal vez el papel más destacado sea el de Anwar Congo. Con ropas de dandy, una preocupación constante por su atuendo, su pelo —llega a teñírselo para parecer más joven durante el rodaje— y su dentadura, admite que tiene problemas para dormir al tiempo que muestra la técnica que usaba para matar a la gente —un cable de alambre alrededor del cuello, porque al principio lo hacían a golpes y eso era muy sucio, había mucha sangre que limpiar y olía mal. El cable es más limpio y rápido.—. Y te entran ganas de gritar: ¡Pues claro que no puedes dormir! ¡Has matado a miles de personas! Pero luego te das cuenta de que él no lo entiende. No relaciona no dormir con los asesinatos, aunque su subconsciente le esté escupiendo la culpa a la cara.

La sociedad parece apoyarles, a estos gánsters, a estos grupos paramilitares, más por miedo que por respeto. Les siguen el juego y les ríen las gracias. Es fácil de entender: 1965 está a la vuelta de la esquina. No ha pasado tiempo suficiente para olvidar ni, parece, para reaccionar, para reclamar, para gritar de dolor por los padres y familiares perdidos.

Los líderes políticos, el presidente y el vicepresidente les apoyan: Desarrollaron un sistema más eficiente, menos sádico y más humano para matar comunistas. Fueron unos héroes. Fueron humanos. Así, como lo oís. Perturbador. Terrorífico. La prensa no sólo les hacía la propaganda como héroes salvadores de la sociedad, sino que escogían a las víctimas y participaban en los interrogatorios para después señalar a quién había que matar. Pero no les mataban ellos, claro —¿cómo quieres que me manche las manos con tareas tan denigrantes?, decía un editor jefe—.

No hay música, por lo que destaca aún más esa coreografía del Born Free de Matt Monro. Nacido libre, hombres libres, gánsters.

El momento más demoledor es la recreación de un asesinato tras un interrogatorio donde Anwar Congo asume el papel de la víctima. Queda en shock durante varios minutos. Más tarde, al ver la escena en pantalla —con sus nietos, impávidos ante «las batallitas» que su abuelo cuenta— afirma que, gracias a esa grabación, entiende lo que han sentido las víctimas, se ha puesto en su lugar y ha comprendido su dolor. A lo que el director replica, en una de sus escasas intervenciones: No. No sabes lo que sentían. Tú sabías que estabas grabando una película. Ellos sabían que iban a morir.

Es un documental demoledor. Duele en el alma, si es que el alma existe. Duele mucho. Y asusta. Y nos hace dudar de que la humanidad exista.

Por cierto, en Twitter @GGLapresa me pasó el enlace a esta otra reseña que me parece fantástica. Mucho mejor que la mía. Está en inglés. Y en mayúsculas, algo que me revienta. Pero es fantástica.

Para cerrar, me quedo con la cita inicial que aparece en pantalla:

Matar está prohibido.
Por tanto, todos los asesinos son castigados,
a menos que maten en grandes cantidades
y al sonido de las trompetas.
– VOLTAIRE – 

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